jueves, 17 de noviembre de 2016

Piedras, piedras, piedras

Había una vez, un hombre que no veía lo que nosotros vemos. No es que lo que viese no fuese la realidad, pues ni siquiera nosotros somos capaces de conocer dicha realidad, y en ese caso, si nadie puede llegar a reconocerla, no existe. Por eso mismo, este hombre vivía su vida en un universo no existente, al igual que nosotros, en un universo que tenía las mismas probabilidades de ser real que el que vemos nosotros.

Él creía que las piedras eran secretos, esencias de poder que nos contaban grandes historias. Cada una tenía una forma, tamaño y color diferente, es decir, una historia diferente. Muchas le contaban las desgracias que había habido en el mundo, el ciclo, que una y otra vez, se vuelve a repetir. Otras, le hablaban de mundos oscuros con tiranos que destruían a las muchas criaturas que habían conocido.

Piedras, piedras, piedras... me susurraba al oído. Con los ojos como platos y la boca entre abierta, las acariciaba con cuidado. Pobres piedras, que llenas de cicatrices, habían conocido lo que nadie querría conocer. 

El hombre, sabía que quizás la realidad que estaba ante sus ojos, podría no ser la exacta. Aun así, había algo que sí podía decir con certeza; y era que, el ser humano tiene corazón. Pero de poco sirve si ese corazón no se utiliza correctamente. Corazón que da altibajos, subidones y momentos de la nada. Lo que le importaba realmente era la intención, y que, aunque vivamos a ciegas, el bien nunca será trasladado a un universo, es decir, a una realidad no real donde las personas no quieran.

Piedras, piedras, piedras...